Sobre el alma

¿Cómo explicarle a un niño lo que es el alma? ¿Como explicarle algo tan abstracto, inmaterial e intangible, y a su vez tan concreto como las atribuciones que se le adjudican? La de pensar y sentir, la de ser conciencia, la de ser la sustancia misma de la vida, mas no el cuerpo que habita. Pareciera una tarea imposible, sin embargo, mi abuelo me lo enseñó con una contundencia tal, que no tuve la más mínima duda de su existencia.

Él coleccionaba estatuillas de dioses griegos. Eran diminutas figuras talladas en vidrio templado, que exhibía en una biblioteca situada en el fondo del pasillo de mi casa. El escaparate tenía cinco estantes, en los dos superiores moraban sus dioses cual monte del Olimpo, en los restantes, libros, fotos y otros enseres. Mi fascinación por esas siluetas transparentes se robaba varias horas de mis días. Las contemplaba embelesado desde mi metro seis de altura cuando el sol las acariciaba y su luz se dispersaba en un arcoíris, pintando así las paredes de mi cuarto con vida.

Una tarde de lluvia, yo y toda mi inocencia, decidimos tocar a los dioses. En absoluto silencio arrimé una silla al panteón improvisado y tímidamente me subí como un ladrón de sueños. Apenas mis dedos hicieron contacto con Poseidón, el fragoroso grito de mi abuelo rebotó en toda la casa como un trueno: “Bajate de ahí o te rompo el alma” me dijo, y entendí.

Entendí que lo que me iba a romper era algo más grande que mi identidad corpórea. Entendí que había una presencia más relevante que mi yo mundano. Entendí que el alma era un concepto que terminaba de definirme como ser. Que esa concepción que yo no podía ver ni tocar, era en realidad mi verdadera esencia. Entendí que era el todo. “Bajate de ahí o te rompo el alma” es la frase más horrenda que jamás haya escuchado, sin embargo, no encuentro una mejor, para enseñarle a un niño, lo que es la naturaleza de esa entidad.

“Bajate de ahí o te rompo el alma” me dijo, y entendí.

¿Pero entonces? ¿El alma se puede romper? Todo el empoderamiento de esa noción se desmoronó en segundos convirtiéndose en fragilidad. El alma podía romperse. ¿Como iba a cuidar algo que no veía? Entrelacé los dedos de mis manos y las situé instintivamente sobre mi pecho, supuse que ahí residía aquel concepto de un yo superior. No quería perderla.

Esa tarde, mi abuelo sin saberlo me había enseñado a vivir con un alma. A entender a mi cuerpo como un vehículo que transita lo efímero de este mundo material. Aprendí que mi ser era mucho más que un saco de huesos de cincuenta kilos.

Desde ese momento comencé a escucharla en boca de otros, y en cada decir su significado se multiplicaba. “Se me salió el alma del cuerpo” decía mi abuela cada vez que se asustaba, y entendí que el miedo podía matar. “Los ojos son las ventanas del alma” decía mi madre leyendo una poesía, y entendí que el alma se podía ver. “Te amo con toda mi alma” le decía mi hermano a su novia, y entendí que el amor se podía cuantificar. También la escuche en frases hechas, como cliché, subestimando así su valor, dejándola vacía, incorpórea e intangible.

Entendí que el alma es la presencia más pura del ser, por eso mismo pienso que hay que asimilar su existencia desde niños, antes de que el mundo nos imponga máscaras y nos haga perder en el laberinto de identidades falsas. Para vivir sin miedo, para vivir siendo reales.

Intento encontrar una explicación más amorosa que la frase rancia y violenta de mi abuelo, pero no hay caso, no encuentro otra expresión tan reveladora como esa para graficar lo que es el alma sin caer en estereotipos poéticos, que, a mi gusto, solo desvalorizan la verdadera naturaleza de ella.

 Mientras sigo buscando un eufemismo para aquel regaño que mi abuelo vociferó cuando osé tocar a sus dioses, seguiré gritando a la gente: “Bajate de ahí o te rompo el alma” cada vez que se me presente la oportunidad, así la presencia de ella se hace tangible, y por ahí comprendan que hay que bajar del ego creado por un mundo de prejuicios antes de que su verdadera esencia se rompa.

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