Sangre y fuego

Luis se despertó con dolor en los riñones en medio de la noche. Se levantó y caminó hacia la puerta de la celda. Gritó al guardia con las últimas fuerzas que le quedaban. Ya era el quinto día que su espalda baja no lo dejaba descansar debidamente. Cargaba con una condena a muerte por haber inducido a cuarenta y cuatro personas al suicidio en una secta que él mismo había fundado. Su abogado había tratado de apelar, pero fue imposible, la noticia ya era la vedette en el prime time de la televisión, y la condena no solo era de la justicia, sino también de la sociedad.
Ingirió una pastilla para aliviar el dolor, pero el sufrimiento no mermó, y la muerte se acercaba de manera inexorable. Decidió que ya era tiempo de sacar su última carta. Levantó el colchón y debajo lo esperaban una sotana negra y un celular acomodados con precisión militar. Se vistió de negro, marcó el número de su discípulo más fiel y activó el plan “Sangre y fuego”. A los 44 minutos, una multitud de personas con túnicas y antorchas en sus manos se aproximaba hacia la comisaría. Su libertad era inminente.

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