No me pueden quitar esto

Pablo despertó una vez más con dolor de espalda. Aunque llevaba cinco años en ese lugar, nunca se había acostumbrado a la dureza de la cama de cemento. Dirigió su mirada hacia la pequeña ventana situada a tres metros del suelo, y el vibrante azul del cielo impactó en sus retinas, recordándole que aún estaba vivo. La puerta de hierro gélida se empañaba debido al calor del mate cocido que le habían dejado en el suelo. Con ambas manos, agarró la taza y comenzó a tomar pequeños sorbos, mientras contemplaba el lienzo en blanco que tenía frente a él. El canto melodioso de un zorzal iluminó su rostro. Dejó la taza en el piso y buscó debajo de la cama una caja de madera. La abrió y sacó tres pasteles color negro, rojo y amarillo. Se arrodilló ante el bastidor con la tela blanca y comenzó a pintar.
Pablo estiró el lienzo sobre el suelo, alisándolo con la palma de su mano. Extrajo un crayón negro de su bolsillo y comenzó a trazar delicadamente unas nubes sobre el ave. Tenía una imagen grabada en su mente desde hacía años, una imagen que no podía borrar. Con cada trazo, intentaba evocarla en lo que sería su última pintura. Era la imagen de lo que él creía que existía más allá de aquella pared. La fue reconstruyendo con la luz del cielo, el olor a jacarandá y la tierra mojada cuando llovía.
El guardia entró una vez más y se percató de que Pablo seguía pintando. Sin demora, le arrebató el crayón y procedió a confiscar todo en la celda. Agarró el lienzo y lo rasgó en dos partes con gesto despiadado.
—Te dije que estaba prohibido —sentenció con voz firme.
—No pueden prohibirme pintar —gritó Pablo, desafiante.
—Podemos y lo hacemos —replicó el guardia antes de cerrar la puerta con fuerza.
Pablo recogió del suelo las dos partes del lienzo y las unió sobre el piso. Buscó debajo de la almohada y extrajo un pincel, mojando su punta en los restos del mate cocido. Con delicadeza, comenzó a deslizar el pincel sobre el pecho del zorzal, robándole su color marrón, para luego dar vida a un árbol en la composición. El guardia, que había permanecido cerca espiando, irrumpió nuevamente y propinó una patada en el estómago de Pablo.
—¿No entendés no?
—No pueden quitarme esto.
—Ahora vas a ver cómo te quitamos todo.
Llamó a unos hombres y les indicó que vaciaran la celda. Estos ingresaron con una bolsa grande y comenzaron a meter las sábanas, la almohada y algunos libros que había en la celda.
—Sáquenle la ropa—dijo el guardia.
Los hombres se acercaron a Pablo y empezaron a despojarlo de su vestimenta. Él se resistió con todas sus fuerzas, pero fue golpeado en las costillas para someterlo. Así, Pablo quedó desnudo en un cubículo de cemento con un escalón a modo de cama.
—No se puede pintar te dije.
—No me pueden quitar esto—dijo Pablo esta vez con lágrimas en los ojos.
El guardia se río a carcajadas y salió de la celda.

Llegó el día de la ejecución. La celda de Pablo se abrió y fue esposado, llevado hacia la silla eléctrica. Allí, lo sentaron y colocaron grilletes metálicos en sus pies y manos. Le ajustaron el anillo de electrodos en la cabeza. El guardia observaba con satisfacción.
—¿Alguna declaración final?—preguntó.
Pablo alzó la cabeza y lo miró a los ojos, esbozando una sonrisa.
—No me pueden quitar esto—dijo mostrándole la lengua toda negra.
Dos mil voltios recorrieron el cuerpo tenso de Pablo. El guardia salió corriendo hacia la celda, abriendo la puerta y buscando desesperadamente algún lienzo o papel que pudiera haber pintado. Sin éxito. Al levantar la mirada, un sentimiento de odio le inundó como una inyección letal. Frente a la cama, en la pared, se desplegaba la imagen de un árbol de jacarandá, sus flores cayendo sobre la tierra, y un zorzal posado en una rama, entonando su canto hacia las nubes del cielo. La visión exterior que Pablo había soñado se encontraba plasmada con saliva sobre el frío cemento de la celda número 44.


«Si me quitaran las pinturas usaría los pasteles, si me quitaran los pasteles usaría los crayones, si me quitaran los crayones usaría los pinceles, si me dejaran totalmente desnudo y me encerraran en una celda, me escupiría el dedo y dibujaría sobre la pared» Pablo Picasso

Deja una respuesta 0

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *