La espera

Luis reflexionaba sobre la absurda naturaleza de la vida en todas sus manifestaciones. Le resultaba increíble pensar que un organismo unicelular hubiera surgido espontáneamente y evolucionado hasta convertirse en un ser humano. No podía creerlo, o quizás no quería creerlo. Tampoco le convencían las teorías religiosas, en las que un dios creaba al hombre a partir del polvo y luego a la mujer, para que de su unión naciera toda la humanidad. Consideraba esta idea infantil y algo incestuosa.
La teoría que más le atraía era la de que el mundo había sido poblado por extraterrestres. Imaginaba seres de otro planeta que habían llegado aquí huyendo de un cataclismo nuclear. ¿Y cómo habrían nacido esos extraterrestres? Seguramente ellos mismos tendrían la respuesta. Pensaba que una forma de vida inteligente capaz de viajar por el cosmos tendría que tenerla. No albergaba ninguna duda al respecto.
Luego estaban las cuestiones sobre el sentido de la vida, y en ese sentido, Luis no encontraba ninguno. ¿Cuál sería el propósito de nacer, trabajar y morir? Consideraba que era una locura. Le entristecía ver cómo las sociedades se habían formado a expensas de restringir las libertades individuales. Siempre fantaseaba con la idea de mudarse al campo, vivir en medio de la nada y adoptar el estilo de vida de los indígenas, los nómadas. Cazar y recolectar, sin estúpidas prohibiciones ni falsos protocolos sociales. Anhelaba regresar a una existencia primitiva.
Luis creía que el avance tecnológico de la humanidad paradójicamente los hacía menos humanos. Jugar a ser dioses era peligroso, pensaba. Cuanto más recorría la historia en su mente, mejores escenarios para vivir encontraba. Los años veinte, libres de tecnología y sin teléfonos móviles, le resultaban atractivos. Incluso más atrás, en el siglo XIX, durante la época colonial, con calles de tierra, bulliciosas pulperías, caballos y ganado, una paz absoluta. Y aún más atrás, imaginaba al hombre primitivo.
Pensaba en esos escenarios y se veía inmerso. Al cerrar los ojos, podía sentir la brisa del aire añejo y escuchar los sonidos del entorno. Se sentía en armonía. Un sosiego que no encontraba en el ahora. En ese ahora que lo oprimía. Se sentía preso de un mundo que no era para él. Viviendo en una época equivocada. En una vida equivocada. Eso lo deprimía últimamente. Se sentía desorientado, incapaz de encontrarse a sí mismo.
Había recurrido a la espiritualidad en búsqueda de respuestas. Algo que pudiera llenarlo y otorgarle un propósito. Pero no encontró lo que buscaba. Qué absurdo era todo esto, pensaba. No había propósito. No había nada. Era una especie mamífera surgida a lo largo de millones de años de evolución, proveniente de un organismo unicelular, habitando en una roca que orbitaba alrededor de una estrella en el vasto espacio. Esa imagen lo hizo estremecer. Había llegado al fondo de lo absurdo. La mera idea de imaginarse a sí mismo en medio de ese escenario caótico en el universo lo invadió de pánico. ¿Qué era todo esto? ¿Qué estaba haciendo? ¿Que se supone que sea la vida? ¿Cuál era el maldito propósito? Su respiración comenzó a agitarse, sintiendo sudor frío en las sienes. Las palpitaciones se intensificaron y le faltaba el aire. La garganta le apretaba, y su brazo derecho empezó a temblar. Era un episodio de ansiedad, o como le decían ahora, un ataque de pánico.
—Cuarenta y cuatro —dijo el carnicero
—Si, yo, es mi número, medio kilo de picada por favor —contestó Luis recomponiéndose.
Tomó su bolsa de carne de vaca cercenada y salió.

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