El tren de las 00.45 a.m.

Eran las doce y media de la noche en un frío andén vacío. La formación de seis vagones aguardaba con la locomotora encendida, esperando ansiosamente la luz verde. Al entrar a la estación, dirigió su mirada hacia el reloj gigante que colgaba amanazante del techo. Tan solo faltaban quince minutos para dejar atrás su pasado. Encendió un cigarrillo y el sonido de las brasas resonó en su cabeza como una purga de arrepentimientos. No solo estaba huyendo de su matrimonio, sino también de su primogénito. Era consciente de que cargaba consigo una inmensa mochila de culpa, pero no encontraba otra solución.
Tiró la colilla bajo el tren y subió. Era un expreso de larga distancia. Buscó su asiento en un vagón totalmente vacío. Dejó la valija en el maletero y se sentó en el asiento 44-A. Una telaraña cubría por completo la ventana. La sacó con su mano. Observó su reloj y echó un vistazo a la puerta del vagón. Tuvo el instinto de bajarse cuando el silbato de la locomotora sonó y el tren arrancó. Se dejó caer sobre el asiento. Apoyó la cabeza contra el vidrio y se durmió.
El rechinar de los frenos lo despertó. Era un ruido ensordecedor. La inercia del descenso de velocidad hizo que su cuerpo chocara violentamente con el respaldo del asiento delantero. El chirrido de las ruedas cesó pero el sonido que vino a continuación le heló la sangre. Era una cacofonía de metal retorciéndose, entremezclada con angustiosos gritos de dolor. El tren había descarrilado. Fueron solo segundos hasta que el efecto dominó de los vagones llegara hasta el suyo levantándolo por la parte trasera. Su cuerpo voló por los aires. Golpeó contra el techo del vagón y luego cayó rodando hacia adelante. Finalmente, quedó tirado boca abajo en el suelo. Sintió la humedad en su cabeza y al tocarla, se dio cuenta de que estaba cubierta de sangre. Un zumbido en sus oídos le impidió pensar con claridad. Intentó levantarse, pero algo lo impedía. Dirigió su mirada hacia abajo y se percató de un trozo de chapa oxidada incrustado en su gemelo derecho. Intentó levantarse, pero algo lo impedía. Dirigió su mirada hacia abajo y se percató de un trozo de chapa oxidada incrustado en su gemelo derecho. Se puso boca arriba. Agarró un cable que colgaba del techo y con las pocas fuerzas que le quedaban pudo pararse. Rengueando y ayudado por los barandales de los asientos pudo llegar al otro extremo. El ventiluz estaba atornillado. La desesperación se apoderó de él. Escuchó una explosión y el fuego comenzó a expandirse por el vagón. Las llamas y el humo subían ante su mirada de resignación. El hollín comenzó a entrar en sus pulmones. El calor quemaba su cuerpo. Su visión se nubló. Antes de perder la conciencia le vino la imagen de su hijo. Sabía que no lo volvería a ver, y una angustia insoportable lo invadió.
—Señor, el tren sale en cinco minutos—dijo un guardia.
Se despertó totalmente desorientado. Aún estaba en la estación de tren. Se había quedado dormido en la banca de cemento. Un hilo de baba le resbalaba por la barba, y lo limpió rápidamente con la mano. Se paró exaltado. Nunca antes había tenido un sueño tan premonitorio como el que acababa de tener. Su corazón empezó a palpitar con fuerza. Pensó en su hijo, y en la enorme carga de culpa que llevaba consigo. La sirena de la locomotora anunció la partida. Observó el reloj: eran las 12:45. Dirigió su mirada hacia la salida de la estación y comenzó a caminar hacia ella, sintiendo una angustia que le oprimía el pecho.
La formación comenzó a moverse y, de manera inconsciente, se subió al tren en movimiento. Se acomodó en el asiento 44-A y esperó con impaciencia el chirrido de las ruedas. Se durmió con lágrimas en sus ojos.

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