El mantra eterno

No recuerdo hace cuanto estoy aquí tirado en el pasto, a lo lejos escucho el andar del lago sobre el risco como un mantra que resuena en mi cuerpo. La noción del tiempo se desvanece ante la majestuosidad de la naturaleza.
Reconozco, que la idea de venir aquí no fue mía. Yo me rehusaba a salir de mi casa. Soy, como diría mi madre, un ermitaño sin remedio. Pero la insistencia de mi amigo Gabriel por un día al aire libre pudo más que mi sedentarismo férreo. Él es mi amigo de toda la vida. Nos conocemos desde que teníamos cuatro años y vivíamos en el mismo edificio. Crecimos juntos, asistimos a la escuela primaria y secundaria en compañía el uno del otro. Éramos inseparables. Pero durante la adolescencia, cuando la testosterona prevalecía sobre la cordura, nos peleamos por Marina, nuestra dulce compañera de ojos café. Desde aquel día, no volvimos a hablar y la vida nos llevó por caminos diferentes. Estuvimos distanciados durante más de diez años, hasta que la semana pasada mi teléfono sonó y vi su nombre en la pantalla. La sensación de alegría que me invadió fue enorme. Realmente lo había extrañado. Me habló en un tono serio pero relajado, invitándome a reconciliarnos con un viaje al lugar despejado, tal como solíamos hacerlo a los dieciocho años: robándonos el auto de su padre y conduciendo por la ruta provincial hasta llegar a la laguna. Éramos nosotros, la naturaleza y una heladera repleta de cervezas..
Esta travesía fue similar, pero el auto ya no era robado, sino un flamante cero kilómetro que había adquirido gracias a su próspera carrera. Cuando llegó a recogerme, pensé que quizás quería presumir su éxito frente a mí, pero la misma sonrisa cómplice de siempre se dibujó en su rostro, y subí al automóvil con la misma alegría que solía tener en aquellos tiempos.
na vez llegamos al lugar, nos instalamos en la orilla de la laguna para contemplar el atardecer. Charlamos sobre nuestras vidas hasta que el sol se ocultó en el horizonte. Las latas de alcohol se acabaron y, fue en ese mismo instante, que escupió sin reparos en nombre de Marina. Lo miré a los ojos y pude ver que el odio se había apoderado de su semblante. No había olvidado. La rabia seguía latente en su interior. Apenas me levanté del suelo, con la intención de calmarlo, recibí un fuerte golpe en la cabeza con una roca, que me devolvió al suelo. Mientras miraba al cielo, sentí como un charco de sangre se elevaba sobre mi nuca. Escuché el sonido del motor del automóvil alejándose a toda velocidad. Lloré. Lloré durante más de dos horas.
Al cabo de un tiempo que no puedo recordar me dormí, o me desmayé, no sé cual sería la definición correcta. Un pájaro picoteando mi talón me despertó. Los recuerdos del incidente volvieron a mi mente y traté de llorar una vez más, pero en vano. Estaba seco, al igual que la sangre bajo mi cabeza. He presenciado cientos de amaneceres desde entonces. Las lombrices salen de las grietas entre mis dientes y me hacen cosquillas. ¿Cómo es posible? ¿Cómo puedo seguir sintiendo aún en esta condición?
No recuerdo hace cuanto estoy aquí tirado en el pasto, a lo lejos escucho el andar del lago sobre el risco como un mantra que resuena en mi cuerpo. La noción del tiempo se desvanece ante la majestuosidad de la naturaleza. Espero que alguien me encuentre pronto, así poder descansar en paz.

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