Yo soy

El avión aterrizó en el aeropuerto de Ben Gurión, y desde allí, Ramiro fue trasladado en autobús a un hotel de tres estrellas en Jerusalén. Hacía más de un año que había reservado el paquete turístico para Tierra Santa. Decidió emprender este viaje en solitario, y su esposa e hijos comprendieron su necesidad. Después del fallecimiento de su hermano, algo se había apagado en él. Necesitaba un viaje espiritual, algo que pudiera encender nuevamente su espíritu.
Llegaron al hotel y la estructura de la posada le cambió la energía. había optado por el paquete más económico, pues no deseaba visitar la Jerusalén moderna, sino sumergirse en la antigua. Sentía una profunda admiración por aquella época, por las estructuras de las casas, las iglesias y las vestimentas, así como por las costumbres de aquel entonces. Existía en él una añoranza por algo que quizás nunca había experimentado. ¿O tal vez sí? Últimamente, había estado leyendo mucho acerca de la reencarnación, y se preguntó si esa nostalgia provenía de una vida pasada. Desempacó la valija y el guía se le acercó.
—Ramiro en una hora salimos, comenzamos con el Monte de los Olivos.
—No gracias —le contestó sin mirarlo.
—¿Cómo no?
—Yo no voy.
—¿Cómo no vas?
—Eso, no voy, tengo otras cosas que hacer
El guía no sabía qué responderle. Nunca le había pasado algo así. Se quedó en un silencio incómodo.
—Ramiro, no te puedo dejar solo, no es un país para que camines…- la mirada fría de Ramiro lo interrumpió.
—Esta bien, nos vemos en la cena —dijo y salió de la habitación.
Ramiro continuó desempacando sus pertenencias y, al mirar por la ventana, avistó el Monte Gólgota. Un escalofrío recorrió su columna vertebral. Estaba allí, a unos quinientos metros del lugar donde Jesucristo había sido crucificado. Ese era el único propósito de su viaje. Durante el último año, había tenido un sueño recurrente en el cual un hombre de barba tupida le insistía en que debía ir allí. Esta obsesión lo había consumido, pues en los ojos del hombre del sueño reconocía un alma familiar. Se puso un pantalón con una camisa blanca, le mandó un mensaje a la esposa y salió del hotel.
Esa fue la última vez que vieron a Ramiro.
Catalina, su esposa, movió cielo y tierra en un esfuerzo desesperado por encontrarlo. Junto a la embajada argentina y emisarios de Israel, emprendieron una búsqueda exhaustiva que, desafortunadamente, no arrojó resultados. A medida que pasaban los días, las esperanzas se desvanecían y la posibilidad de volver a verlo se volvía cada vez más borrosa. Tres años habían transcurrido desde su desaparición, y el dolor y la incertidumbre se habían arraigado profundamente.
Un día, Catalina recibió un mensaje de la comitiva de búsqueda: Lo habían encontrado. Preparó una valija improvisada, dejó a sus hijos con la madre y salió para Jerusalén.
Al llegar, un funcionario de Israel la recibió.
—Señora le quiero avisar que su marido no se encuentra en sus cabales.
—¿Dónde está? – interrumpió Catalina impaciente.
—En el monte gólgota, hace meses que está ahí.
—Lléveme.
El funcionario la acompañó a la salida, caminaron los quinientos metros bajo el ardiente sol de Jerusalén. El ambiente estaba lleno de una mezcla de sonidos, desde el resonar de las trompetas hasta los cánticos y las diversas lenguas de los mercaderes que abarrotaban el lugar. Un suave aroma a incienso impregnó el aire, inundando los pulmones de Catalina y evocando un sentimiento profundo de nostalgia. En medio de todas estas sensaciones, la certeza de que ya había estado allí se apoderó de ella, aunque no podía explicar cómo ni por qué, esas emociones le resultaban familiares. Finalmente, llegaron al Monte y allí divisó a un hombre vestido con túnicas blancas, postrado en el suelo y susurrando palabras a la tierra. Sin poder contenerse, Catalina exclamó con emoción:
—¡Amor! —le gritó.
Ramiro interrumpió su recitación, levantó la mirada y la vio. Su barba lucía larga, amarillenta y canosa, y sus ojos reflejaban un brillo desbordante. Se acercó a ella rápidamente, tomó su rostro entre sus manos y, en un perfecto arameo, le susurró:
-Eheyeh Asher Eheyeh.
Le dio un beso en la frente y salió corriendo desapareciendo entre la muchedumbre.
—¿Qué dijo? —le preguntó Catalina al funcionario con lágrimas en sus ojos.
—Yo soy el que soy.

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