Entró al vagón y el olor nauseabundo le dio arcadas. El aroma a orina seca era insoportable. Agradeció a los que fumaban marihuana: el dulce perfume de las flores era como un souvenir para su olfato.
En el mes de marzo del año 2022, Javier respiraba con los ojos cerrados sentado en su cama. Inhalaba y exhalaba en tres tiempos
Luis María Ocampo miraba el procesador de texto de su laptop. Estaba en blanco. Ninguna musa quería presentarse a susurrarle siquiera una imagen por donde comenzar. Buscó en su memoria algún recuerdo para empezar a esculpir, pero le venían tristes y hacían mella en su nostalgia. Le dolió. Sacudió su cabeza y siguió escarbando. Nada.
Se desnudó con paciencia apoyando la sotana marrón sobre el catre con una precisión militar. Se arrodilló apoyando la rodilla derecha en el suelo y se colocó el cilicio de metal en el muslo izquierdo. Las púas ingresaron rasgando las viejas heridas supurando sangre a medida que lo ajustaba. El dolor ingresó en su cuerpo como un soplo purificador.
El cataclismo nuclear que azotó al planeta siglos atrás obligó a todo ser viviente a refugiarse bajo tierra. Ciudades enteras se fueron formando bajo el árido terreno que dejó la última gran guerra. Los sobrevivientes, reunidos en una gran asamblea, conformaron veinte clanes que se establecieron en las oscuras cavernas. Cada clan redactó su propio estatuto y montó su forma de subsistencia mediante huertas subterráneas.
Esteban tuvo una adolescencia llena de excesos y malos hábitos, a los cuarenta años se entregó a la ciencia del espíritu, encontró allí un remanso que calmó su ansiedad y le dio un propósito. Estudió todas las filosofías concernientes al “más allá”. Reencarnación, gnosis, kabbalah, budismo, etc. En su intensa búsqueda de algo superior a él, llegó a tomar ayahuasca y entró en un viaje chamánico donde descubrió el viaje astral. Irse con el alma a otro plano, donde no existiera la fisicalidad, el dolor, la depresión y toda esa emocionalidad que el ser humano no sabía controlar, lo obsesionó.
Todos los días era lo mismo. Le daba vergüenza el ruido del nylon. Muchas veces les dijo a sus amigos que era un colchón nuevo. Pero la mirada de su amiga Silvana evidenció la mentira. No le creyó. Lo supo y por dentro murió un poquito más.
Carlos salió a caminar por el barrio después de un suculento plato de pastas. Necesitaba hacer la digestión. Era domingo y en las calles se respiraba paz. Siempre le gustaba observar como iba evolucionando el barrio que lo vio crecer. Los nuevos locales. Las nuevas fachadas. El manchón de brea en el pavimento tapando algún pozo generado por un camión.
Armó un bolso improvisado y salió a la ruta. Buscaba escapar de una vida sin sentido. El sistema le parecía ridículo y perverso. Llegó a las sierras andinas
Eran las doce y media de la noche. El frío andén estaba vacío. La formación de seis vagones esperaba la luz verde con la locomotora encendida. Entró a la estación y miró el reloj gigante que colgaba amenazante del techo.