Los visitantes

El cataclismo nuclear que azotó al planeta hace siglos obligó a todos los seres vivos a refugiarse bajo tierra. Ciudades enteras se fueron formando bajo el árido terreno que dejó la última gran guerra. Los sobrevivientes se reunieron en una asamblea y formaron veinte clanes que se establecieron en las oscuras cavernas. Cada clan redactó su propio estatuto y desarrolló su forma de subsistencia mediante huertas subterráneas. El suministro equitativo de agua se llevaba a cabo mediante un sistema de bombas hidráulicas que extraían directamente del casquete polar, y esta agua era transportada a través de grandes caños de acero inoxidable que recorrían los diez kilómetros de asentamientos sinuosos.
Los habitantes anhelaban desesperadamente volver a ver la luz algún día, regresar a una vida pasada que solo existía en relatos transmitidos de boca en boca. Era una vida que se asemejaba a un paraíso, donde los lagos, mares y vegetación florecían en todo su esplendor. El soldado número 44 recordaba con nostalgia las historias contadas por sus antepasados sobre aquella era dorada mientras cumplía con su servicio en la superficie, bajo un cielo plagado de nubes radiactivas. El aire denso y contaminado obligaba a los soldados a usar trajes y cascos protectores para poder respirar.
Las últimas décadas habían sido sumamente turbulentas para el aparato de defensa de los clanes debido a una conexión inesperada con vida de otro planeta. Varias naves provenientes del espacio exterior habían sido avistadas descendiendo en los lugares más inhóspitos. Curiosamente, ninguna de ellas parecía estar tripulada. Se percibían como naves de observación, lo que llevó a especular que podrían ser misiones de reconocimiento para investigar la existencia de vida o determinar si nuestro mundo era habitable. Esta última posibilidad era la que más preocupaba: una potencial colonización espacial. Ante esta incertidumbre, la gran asamblea decidió que no se tomaría ninguna acción hasta determinar si estas naves eran hostiles o no.
En la trinchera, ese día reinaba un nerviosismo especial. Los radares habían detectado una nave nueva aproximándose, pero esta vez era considerablemente más grande que las anteriores. Los presentes tenían la intuición de que se trataba de una expedición tripulada. Finalmente, tendrían la oportunidad de ver a aquellos seres que los habían estado observando durante años. El soldado número 44 pasó la noche en vela, incapaz de conciliar el sueño mientras imaginaba los posibles desenlaces de ese inminente encuentro. Agarraba firmemente su arma, con la espalda pegada a la polvorienta pared del monte.
as horas transcurrían y la ansiedad iba en aumento. El cielo teñido de naranja se reflejaba en las gafas de los soldados, quienes observaban con expectación el firmamento. De repente, una explosión los tomó por sorpresa. Una enorme bola de fuego iluminó la noche cerrada, indicando que las naves habían atravesado la atmósfera. Después de unos interminables minutos, una nave gigante se posó en el suelo polvoriento. La gran combustión de sus motores los cegó. La emoción se desbordó entre los soldados. Este era el tan anhelado y temido encuentro intergaláctico.
El soldado número 44 agarró su radio y comenzó a transmitir al comandante lo que estaba presenciando. Un escalofrío recorrió su cuerpo, mezcla de emoción y miedo. La compuerta se abrió, generando un agudo sonido metálico, y las luces del interior revelaron las sombras de varios cuerpos. Un ser descendió lentamente por una pequeña escalera y se quedó parado en la base de la nave, contemplando el paisaje desolador. Llevaba en la cabeza una especie de escafandra de vidrio. Su forma de caminar era peculiar, dando saltos graciosos como si la gravedad apenas le afectara. Otros dos seres se unieron a él en la base de la escalera. El soldado número 44 ajustó su teleobjetivo y los observó de cerca. A grandes rasgos, eran similares a ellos: tenían dos piernas y dos brazos, aunque eran más altos y con cráneos más pequeños. La similitud de estos seres de alguna manera tranquilizó al soldado número 44. Había aprendido que el odio hacia los demás a menudo surgía del miedo a lo desconocido, a lo diferente. Pensaba que podría establecer una comunicación aceptable con estos seres debido a sus similitudes aparentes. Sin embargo, en medio de sus reflexiones, presenció algo que lo dejó sin aliento: sus manos. Eran diferentes a las suyas. La piel también. Estos seres tenían cinco dedos en lugar de tres, con una piel de color rosado completamente lisa y sin escamas. Según lo que habían estudiado a lo largo de los años, estos seres coincidían perfectamente con los habitantes del planeta vecino, el planeta azul, la tercera roca desde la estrella madre. El soldado número 44 los observó durante mucho tiempo y tuvo la sensación de que eran dóciles e inofensivos.
La hostilidad vendría después…

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