La metamorfosis de Zacarías

Zacarías se reflejó en el espejo del baño y notó que su ojo izquierdo aún no estaba maquillado. Pasó su dedo índice por el tarro de maquillaje de tono caucásico y lo aplicó con rabia y resentimiento. Luego se puso sus lentes de contacto azules, fue a su habitación y buscó unas plataformas para sus botas, aumentando su altura en tres centímetros. Perfumó su cuello y se dirigió a la cocina, donde su madre lo esperaba con la comida lista. Zacarías se sentó y comenzó a comer, gruñendo mientras su madre lo miraba con tristeza. Había decidido no volver a hablar del tema, pero no podía soportar ver a su hijo lastimarse. Por más que intentaba comprender por qué su primogénito no se aceptaba tal como era, no lograba entenderlo. Así que finalmente soltó todo lo que había estado guardando durante los últimos días.
—No podés seguir así, Zacarías, tu identidad es lo más valioso que tenés. ¿Por qué te haces esto? Vos sos hermoso como sos, no tenés que demostrarle nada a nadie. —insistió su madre con preocupación, mientras Zacarías seguía comiendo sin mirarla —Tengo el número de una persona que te puede ayudar, no es psiquiatra, ya sé que no querés, es un profesional que trata temas de autoestima, una terapia alternativa que le dicen ahora…Zacarias…escúchame, mi amor, por favor, esto no está bien, vas a terminar mal.
Zacarías dio el último bocado, dejó el plato en la mesada y le dio un beso en la mejilla a su madre. Sin pronunciar ni una palabra, se marchó. Mientras tanto, su madre se quedó lavando los platos, con lágrimas surcando sus mejillas.
Zacarías llegó con su Harley-Davidson a Deny’s Bar, una cantina situada en el borde de la ruta, justo en el límite de la localidad de Costa Nuriel. Este lugar era el punto de encuentro de los adolescentes antes de dirigirse en una interminable caravana de autos y motos hacia las afueras para disfrutar de una noche de baile. El establecimiento, decorado al estilo de una cabaña country, con su estructura de madera empotrada en la calle y los vehículos estacionados en ángulo de cuarenta y cinco grados, evocaba una atmósfera propia de las películas estadounidenses y, como solía ocurrir en esos films, muchas noches terminaban con peleas y heridos. El alcohol y la testosterona eran un cóctel explosivo.
Zacarías descendió de su moto y avistó a Ruth disfrutando de una cerveza ligera con limón. Como de costumbre, se quedó observándola, imaginando una vida juntos. Se visualizó a sí mismos viviendo en un remolque junto a la playa, compartiendo momentos únicos. Se imaginó despertar por la mañana y saborear una taza de café recién hecho mientras se sentaban en reposeras, contemplando el amanecer. Se mirarían a los ojos y sabrían que el amor estaba ahí, inalterable. Le diría con el sol como testigo “Te amo con todo mi cuerpo, Ruth”. Era su sueño más anhelado, y cada vez que ingresaba a bucear en él, nuevos detalles afloraban. Esa noche, el suave canto de las gaviotas a lo lejos se unió a su fantasía, brindándole un reconfortante sentido de paz.
—¡Zacarías! —la hermosa voz de Ruth interrumpió su paraíso, sonrió y se acercó a su mesa. La saludó con un beso su piel tersa y el delicado aroma a vainilla que emanaba de su cabello lo estremeció.
—Hola Ruth —respondió con voz temblorosa. A pesar de sus esfuerzos por mantener la calma, ella siempre lograba ponerlo nervioso. La simple idea de que pudiera pensar algo negativo sobre él hacía que su inseguridad se desbordara sin límites. No podía permitirse mostrar debilidad, pensó para sí mismo, recordando el dicho de que «a las mujeres no les gustan los hombres débiles, les gustan los hombres fuertes». Con ese pensamiento en mente, llamó al camarero y ordenó una cerveza con ginebra para reunir coraje.
Ruth comenzó a hablar sin cesar, como era su costumbre, y Zacarías lo agradeció. Amaba observar el movimiento de sus labios mientras pronunciaba las palabras con una dicción impecable. Mientras escuchaba embelesado, deleitándose con su preciosa voz, un grito proveniente del otro lado de la calle derrumbó la noche perfecta.
—¡Zacarías Ponce de León!
Zacarías dirigió su mirada hacia el lugar de donde provenía aquel desagradable timbre de voz, y un escalofrío recorrió su columna vertebral, dejando su coronilla helada. Era Esteban Ventura, el maldito ser humano que convirtió su paso por la secundaria en un infierno. Todos los abusos que había sufrido a manos de este individuo pasaron rápidamente por su mente, recordándole el profundo odio que albergaba hacia él. Había agradecido al cielo cuando terminó el ciclo escolar, pensando que nunca tendría que volver a verlo en su vida, pero ahí estaba, cruzando la calle, molestándolo una vez más con su voz ronca y burlona, arruinando la noche en la que se había propuesto declararle su amor a Ruth.
Ventura atravesó la calle y pasó su brazo derecho alrededor del cuello de Zacarías, apretándolo en un gesto que pretendía ser un saludo, igual que lo hacía en el colegio.
—¡¿Qué haces pelotudo?! —dijo Zacarías entre dientes mientras se liberaba con violencia del brazo de Ventura que aprisionaba su garganta. Ventura soltó una risa estruendosa y dirigió su atención hacia Ruth. Se presentó con todo su nombre, tomó la mano de Ruth y la besó con una galantería exagerada. Zacarías observó cómo el rubor coloreaba las mejillas de Ruth, mientras ella dejaba escapar una sonrisa tímida. Era esa encantadora expresión que solía utilizar cuando coqueteaba con alguien más. En ese momento, sintió como una daga le ingresaba al corazón y se retorcía dentro. Ventura se sentó en la mesa sin pedir permiso y lo miró con sorpresa.
—¡¿Estás más blanco?!, ¡¿Cómo puede ser?!—exclamó Ventura entre risas.
Zacarías sintió cómo sus costillas se apretaban, oprimiendo sus pulmones, una sensación que no había experimentado en años. «Esto no puede estar sucediendo», pensó. Esos dos mundos no podían encontrarse. Había dejado atrás todo el sufrimiento de la pubertad, había superado esa etapa. Se había transformado por completo para no volver a sentir los puñales de la humillación. Transmutó totalmente su figura que tanto dolor le había causado por el desprecio de sus compañeros. Se había sometido a cirugía de nariz, había encontrado el maquillaje perfecto, había aumentado su estatura en tres centímetros, había cambiado el color de sus ojos, todo con el objetivo de ser aceptado en ese despreciable mundo superficial, aceptado por la sociedad y, lo más importante, aceptado por Ruth. “Lo hice por ti, Ruth”.
Al mes de mudarse al pueblo, había comenzado a ir al bar donde la vio por primera vez. Solía quedarse en la barra mirándola hablar con sus amigas. Anotaba en una libreta negra todo lo que le parecía pertinente para conquistarla, emulando el método científico que había aprendido en la escuela. En una ocasión, escuchó a Ruth hablar sobre las preferencias de los hombres: altos, caucásicos y de ojos azules. Esos rasgos los anotó como si hubiera encontrado oro. Sin embargo, en ese preciso instante, cuando levantó la mirada hacia el espejo de la taberna, este le devolvió la imagen de un triste niño moreno, herido. Fue en ese día que decidió iniciar un proceso de transformación.
Le llevó más de un año cambiar radicalmente su aspecto. Su madre intentó impedírselo, sugiriendo que fuera a un psicólogo, pero él se negó. Sabía que necesitaba un cambio completo para poder vivir una vida plena. Y así fue, en los últimos años, con su nueva apariencia, las cosas empezaron a mejorar. Consiguió un trabajo como coordinador de entregas a domicilio en la cadena de herrerías Macy’s. Logró entablar amistades en el bar y, lo más importante, se hizo amigo de Ruth.
Pero ahí estaba, sentado frente a él, con sus malditos ojos verdes azulados y su piel blanca y grasosa, Esteban Ventura, amenazando con echar por tierra todo el esfuerzo que había realizado.
—¿Como más blanco? —preguntó Ruth inocente.
—Zacarías es negro, bueno, no negro, negro, o sea, no negro africano, si no morochito, como un marrón sucio —escupió Ventura con una carcajada socarrona.
Ruth miró a Zacarías confundida. Él no levantó la mirada de la mesa. La rabia empezó a acumularse en sus puños, su visión se nubló y el ruido del ambiente desapareció. Solo quedó dando vueltas en sus tímpanos la estruendosa risa de Ventura. Un fuego de resentimiento creció en su interior, se levantó con furia y le propinó un puñetazo en la mejilla a Ventura, quien terminó en el suelo junto a la silla. Sin mirar a Ruth, Zacarías se dio la vuelta para marcharse, pero tropezó con un camarero que llevaba una jarra de cerveza helada, la cual cayó sobre su rostro. El maquillaje comenzó a correr, revelando al Zacarías lastimado que tanto había ocultado con esmero. Desde el suelo, Ventura lo observó y estalló en risas nuevamente, contagiando al resto del bar. Las lágrimas se mezclaron con la cerveza en los ojos de Zacarías, difuminando su visión, y dejándole solo el retumbar de las risas en su cuerpo, lastimándolo como si mil agujas lo pinchasen simultáneamente. A través de la neblina salada, miró a Ruth y su mundo se desmoronó. Ella también se reía. «No, Ruth, yo cambié, cambié por ti», pensó desesperado. Lanzó un grito de furia al cielo, salió del bar, derribando todo lo que se interponía en su camino, y subió a su motocicleta, acelerando a cien kilómetros por hora. Los mundos habían colisionado. Su peor pesadilla se había hecho realidad. Siguió la carretera sin frenar hasta llegar a la playa más alejada. Se sentó frente al mar y lloró toda la noche hasta el amanecer. Los días pasaron y su confianza se desvaneció por completo. “¿De qué sirvió tanto sufrimiento?”, “¿Cómo puedo seguir viviendo así?”, “¿Quién soy en realidad?”, “¿Qué voy a hacer?”. Sus pensamientos lo atormentaban. No podía regresar a su casa. Decidió quedarse allí, en la playa, a la deriva, hasta encontrar su verdadera identidad. Compró un remolque y lo convirtió en su hogar. Arrojó su teléfono móvil al mar para no tener que lidiar con nadie, ni siquiera con su madre. Necesitaba encontrarse a sí mismo. Necesitaba sacarse de encima ese sentimiento de vejación de su piel. Necesitaba mutar.
La vida en Costa Nuriel continuaba su curso, y el bar se llenaba cada vez más con la llegada de jóvenes migrantes en busca de una vida perfecta junto al océano. Esteban Ventura se había convertido en una figura popular en el pueblo, administraba un taller de reparación de motos en un depósito que adquirió gracias a un regalo de su padre. Por las noches, entre risas y copas, deleitaba a todos con sus anécdotas de su estancia en Barcelona. Su amistad con Ruth había florecido y las miradas cómplices se habían convertido en promesas de amor. La costa rebosaba felicidad.
Sin embargo, la vida de María, la madre de Zacarías, era una historia diferente. Cuarenta y ocho velas encendidas cada jueves durante un año pidiendo a dios por el paradero de su hijo, iban apagando de a poco sus esperanzas. Una noche prendió la vela número cuarenta y nueve, y en la oración prometió lo mismo de siempre, que aceptaría las decisiones de su hijo de cambiar, no lo juzgaría más y lo amaría con todos sus defectos. Se hizo la señal de la cruz para cerrar el pedido al cielo y sonó el teléfono. Era él.
Hablaron durante horas, entre lágrimas y risas, se reencontraron. La madre cumplió su promesa, aceptando a su hijo tal como era, sin condiciones ni juicios.
—Te amo mamá —le dijo después de hacerle un pedido de lo más inusual el cual la madre aceptó sin un ápice de duda.
Al día siguiente, Zacarías despertó en su improvisada casa y salió al exterior, donde los rayos del sol lo recibieron desde el este. Respiró el aire salado con una bocanada exagerada y regresó para prepararse el desayuno. Mientras esperaba que se caliente el café en el anafe, su mirada se posó en una foto de Ruth que tenía pegada en la pared de chapa. Con una línea de tinta furiosa, había borrado su sonrisa, aquel gesto hermoso que tanto amaba ahora estaba tachado con un rastro de resentimiento. Acarició la imagen con su pulgar y una lágrima resbaló por su piel morena. A pesar de todo, seguía amándola. “Siempre te amaré”, susurró para sí mismo.
Salió y se sentó a disfrutar del café mientras observaba las olas romper contra las rocas. Permaneció absorto en sus pensamientos, mirando hacia el horizonte hasta el mediodía, reflexionando sobre cómo había salido todo mal y cómo había manejado mal su proceso de transmutación. Se apenó de no haber estado a la altura de las circunstancias. La transformación que había hecho tenía el tinte típico de un niño herido. Un niño que no sabía lo que hacía. Un niño lastimado. “Tengo que hacerlo mejor”, se dijo a sí mismo. En ese momento, recibió un mensaje de texto que lo sacó de sus cavilaciones.
—Todo listo hijo —, decía el mensaje. Zacarías sonrió, se levantó de la reposera y pasó toda la tarde recorriendo los mercados de la zona, comprando herramientas. “Esta vez lo voy a hacer mejor” se repetía así mismo con una tranquilidad de quien había encontrado un propósito.
Era medianoche cuando una camioneta Ford-100 blanca descendió por la explanada de la playa, acercándose al remolque donde se encontraba Zacarías. Él salió y utilizó una linterna para guiar a su madre en el camino. Cuando la camioneta se detuvo, la madre bajó rápidamente y corrió hacia los brazos de Zacarías.
—¿Dónde están? —preguntó Zacarías ansiosamente.
Se acercaron juntos a la caja de carga de la camioneta, donde la madre retiró la lona verde de un solo tirón. Zacarías la abrazó en señal de agradecimiento. Tendidos como animales recién cazados, se encontraban Ruth y Ventura, atados y amordazados. Los llevaron al remolque. Zacarías había realizado algunas modificaciones en el interior para facilitar la tarea que estaban a punto de realizar. Había removido parte del mobiliario, dejando solo tres sillas en el centro. Ataron a los secuestrados a dos de ellas, mientras Zacarías se sentaba en la tercera. La madre les colocó un delantal de peluquero a cada uno, y ella misma se enfundó el delantal de cocinera.
—Comencemos —dijo Zacarías y el ruido de un torno mezclado con los gritos ahogados se apoderó del acantilado.
En la comisaría de Costa Nuriel, un individuo ingresó para presentar una denuncia impactante: «Mientras caminaba por la playa de los riscos, escuché unos gritos que provenían de un remolque. Me acerqué y noté una intensa luz que se filtraba por las rendijas. Me aproximé aún más y de repente vi a un hombre salir gritando de dolor. Se arrastró hasta llegar al mar y se quedó allí tendido. Me asusté y decidí venir aquí para reportarlo». Navarro, el comisario, inmediatamente ordenó a dos agentes que lo acompañaran para investigar la situación.
Eran las primeras luces del amanecer, cinco minutos antes de que los rayos del sol emergieran en el horizonte. Los policías llegaron a la cima de la explanada y avistaron el remolque con las luces encendidas, tal como lo había descrito el denunciante. Descendieron sigilosamente, armas en mano y preparados para cualquier eventualidad. Con la llegada del nuevo día, la escena se volvía cada vez más macabra. Muebles esparcidos por toda la playa, cajones, una cama, sábanas y montones de ropa desparramados. Una moto y una camioneta blanca con las puertas abiertas daban indicios de desesperación. En la entrada del remolque, Navarro notó dos reposeras con dos personas sentadas, mirando hacia el amanecer. Uno de los policías se aproximó al cuerpo tendido en la orilla, boca abajo. Con cuidado, lo volteó con el pie y lo que vio le provocó una arcada que terminó en vómito. El hombre yacía sin rostro ni ojos, los globos oculares habían sido arrancados y la piel cortada, dejando al descubierto una repulsiva mezcla de sangre y músculos. El grito de asco alertó a los otros dos policías, que continuaban acercándose al remolque. Llamó la atención de Navarro que los cuerpos en las reposeras temblaban, a pesar de que no hacía frío. El policía que lo acompañaba pisó algo resbaladizo, una sensación similar a cuando se pisa una medusa. Al mirar hacia abajo, vio una masa amorfa cubierta de arena mojada. Al recogerla con su mano, se dio cuenta de que se trataba de piel humana arrancada de un cráneo, la cara de Zacarías. Sintió náuseas intensas en su estómago. Navarro siguió avanzando y lo que encontró al llegar al remolque hizo que sus piernas flaquearan de estupor. A lo largo de su carrera como comisario de Costa Nuriel, había visto y vivido situaciones extravagantes, pero ninguna se comparaba con la aberración que tenía ante sus ojos en ese momento. En una de las reposeras, estaba el cuerpo de Ruth, atada y sosteniendo una taza de café. Sus párpados estaban cosidos, impidiéndole parpadear, y le habían cortado los labios junto a sus mejillas, mostrando sus dientes con toda su estructura ósea que se traducía en una sonrisa diabólica. No podía hablar porque su mandíbula estaba pegada con cemento. Intentó abrir los ojos enrojecidos más de lo que ya estaban, y dio un gemido de auxilio llorando sangre. Al lado de ella, se encontraba el cuerpo de Zacarías con el rostro de Ventura cosido con hilo de algodón y los ojos verdes azulados mal engrapados en sus cuencos. Ambos cuerpos temblaban debido al estrés postraumático. Dentro del remolque, María estaba sentada exhausta, con el delantal manchado de sangre, sosteniendo una engrapadora en una mano derecha y una cuchilla en su mano izquierda. Miró a Navarro y comenzó a llorar desconsoladamente.
El graznido de una gaviota sonó a lo lejos. El calor del sol naciente calentaba la arena. Las olas rompían como un mantra infinito. La brisa cálida sonaba en los bordes del remolque. Zacarías tomó un sorbo de su café recién hecho con una sonrisa y esbozó con una voz trémula:
—Te amo con todo mi cuerpo, Ruth.
En ese instante dejó de temblar en una sensación de paz inconmensurable.

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