El musgo

Todos los días era lo mismo. Sentía vergüenza por el sonido del nylon. A menudo, les decía a sus amigos que era un colchón nuevo, pero la mirada de su amiga Silvana dejó al descubierto la mentira. No le creyó. Lo supo y, en su interior, una parte de él murió un poco más. Su naturaleza introvertida se magnificaba en cada situación incómoda. Tenía una frazada celeste adornada con diversos dibujos. Al acostarse sobre ella, el peso de su cuerpo provocaba que el olor a orina impregnado en la goma espuma se liberara e inundara toda la habitación. A pesar de ello, amaba su cama. Dentro de ella, creaba numerosos universos. Esos universos que solo pueden nacer en la mente de un niño de ocho años. Era su hogar, una montaña, su automóvil, su avión…Sin embargo, por la noche, sabía que en todos esos universos había alguien más. No estaba solo. Su madre lo saludaba con un dulce beso en la frente. Apagaba la luz y dejaba la puerta entreabierta, consciente de sus temores. La tenue luz del pasillo le brindaba tranquilidad. Era una carrera contra el sueño, debía dormirse antes de que se extinguiera por completo, antes de que todos los adultos se retiraran a descansar. Porque sabía que en la oscuridad moraba él. Un ser putrefacto, con la cara verde cubierta de musgo por la descomposición, los ojos hinchados e inyectados de sangre, dormía en las sombras detrás de él. Nunca lo había visto directamente, pero su mente infantil completaba la imagen mientras sentía su presencia a sus espaldas. Cuando aparecía en medio de la noche, podía sentir su aliento en la nuca y dejaba escapar un grito de pánico. En esos momentos, su madre acudía rápidamente, encendía la luz y lo abrazaba hasta que volvía a dormirse. Así fue durante toda su infancia, conviviendo con esa presencia a la que había bautizado como «El musgo». A medida que crecía, dejó de sentir su presencia. Sin embargo, esa experiencia dejó huellas en su mente. Tuvo dificultades para relacionarse con los demás, incapaz de formar una pareja, una familia o establecer vínculos sociales sólidos. Se convirtió en un ermitaño, viviendo solo en un pequeño apartamento.
Fue durante una primavera que decidió experimentar con las drogas, buscando una vía de escape de la dura realidad en la que se encontraba inmerso. Las sustancias se convirtieron en su refugio, inyectándose cada dos días. Su vida se desmoronó por completo. Un fatídico día, lo encontraron tendido en el pasillo, con espuma en la boca, víctima de una sobredosis. A partir de ese momento, su mente ya no era la misma. Le diagnosticaron esquizofrenia y fue ingresado en un hospital psiquiátrico. Allí, las jeringas fueron reemplazadas por vasitos de plástico con pastillas. De alguna manera seguía en un limbo. En ese hermoso universo ficticio donde no había miedo. Donde todo era calma y tranquilidad.
Una noche, acostado en la cama número 44, sintió cómo su garganta se llenaba de saliva. Giró su rostro hacia la derecha y un hilo de baba cayó sobre las sábanas. Al mirar la jarra de metal que descansaba en la mesa, vio su reflejo. Se vio demacrado, con un tono verdoso en su rostro. En ese momento, su corazón empezó a palpitar con fuerza y su respiración se volvió entrecortada. Era él. Lo estaba mirando por primera vez de frente. Quiso dar un alarido pero lo reprimió. Por fin entendió y la verdad le entró como una daga en el corazón. Aquella presencia de sus pesadillas, siempre había sido una proyección de su propio ser. Él era «El Musgo».

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