Entró al vagón y el olor nauseabundo le dio arcadas. El aroma a orina seca era insoportable. Agradeció a los que fumaban marihuana: el dulce perfume de las flores era como un souvenir para su olfato. Llegó a la estación terminal. Bajó entre una marea de gente y buscó la salida mas próxima. Se prendió un cigarrillo y esperó. Pasaron quince minutos y la vio doblar la esquina. Todo el ocaso de pensamientos malhumorados perpetrados por los trabajadores se esfumó ante la luz de sus ojos. Esos ojos que lo volvían loco de amor desde el primer día que los vio. Su sonrisa brillaba más que el día anterior. Sus labios rosados tocaron los suyos dejándolos húmedos. Su mirada lo fulminó. ¿Es posible amar tanto?, pensó. La agarró de la mano y fueron a un hotel. Esa mañana la amó como nunca la había amado. Después de unas horas le dio un beso de despedida en la frente y salió. Volvió a la estación y se sentó en el primer asiento del último vagón. Cerró los ojos para revivir el momento que había pasado con ella, la última caricia, el último beso, la última imagen de su amada acostada en la cama, desnuda con los pelos mojados y sus manos atadas con un lazo de terciopelo rojo. La amó nuevamente en su corazón. Abrió su mano derecha y los ojos de ella sangraban por la córnea. Se los guardó en el bolsillo de su saco. La recordaría por siempre.
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